Esa noche vino la muerte y me trató de tú. Yo le pedí que me tratase de usted.

Me jactaba de ser un buen piloto, un excelente conductor de autos. Cuando mi esposa se burlaba de mi supuesta impericia para manejar, le decía:

-Soy un as del volante. Manejo súper bien. Nunca he chocado.

Y era verdad: nunca había chocado. O nunca fuertemente y con estrépito, poniendo en riesgo mi salud.

Mi memoria registraba tres raspones o arañazos vehiculares: a los quince años, en Lima, a poco de haber aprendido a manejar, robé el auto de mis abuelos, mientras ellos dormían la noche de año nuevo, y perdí el control cuando el cigarrillo que fumaba cayó en mi entrepierna, lo que me hizo soltar el timón y golpear levemente la puerta de un auto estacionado, dándome enseguida a la fuga, como todo un cobarde; muchos años después, de madrugada, en Miami, manejando un precioso auto inglés como el que en sus tiempos de gloria y esplendor conducía el tío Bobby en Lima, quise estacionar en un restaurante para tomar desayuno, pues venía llegando de un vuelo largo, y, aún bajo el efecto de las pastillas para dormir, calculé mal y dañé un auto de lujo, que resultó siendo del gerente del canal en el que trabajaba, mala suerte la mía; y, en los tiempos aciagos en que tomaba diez, quince, veinte hipnóticos cada día, y me quedaba dormido manejando, y de milagro no choqué, no atropellé a nadie, no me hundí en el río o el mar, una noche, al timón de una camioneta, a duras penas despierto, en duermevela, saliendo del canal, me desvié de la ruta y golpeé el espejo lateral de un auto al lado, lo que me despertó de súbito y evitó que me estrellara malamente. Fuera de eso, ningún choque horrible, aparatoso, sangriento, ningún accidente con muertos y heridos, ninguna colisión que me dejara lastimado o dejase a mi auto seriamente averiado.

Sin embargo, mi esposa insistía en decirme que yo manejaba mal, muy mal, rápido, demasiado rápido, zigzagueando, cambiando de líneas, tratando de sobrepasar a todo el mundo, y por eso se ponía nerviosa cuando iba conmigo, y yo trataba de calmarla, le decía que nunca había chocado, que manejaba realmente bien, pero ella no me creía y se azoraba a mi lado.

Manejar dentro de la isla en la que vivíamos no entrañaba grandes riesgos, pues uno iba despacio y prestando atención a los ciclistas y peatones, muchos de los cuales eran menores de edad, pero a la noche, rumbo al canal, sí me metía por rutas peligrosas y recorría barrios patibularios de camioneros y motociclistas, y sentía que debía ser en extremo cuidadoso, porque en aquellas zonas se manejaba bastante mal, a las bravas, y casi siempre los peores conductores eran aquellos que iban al volante de unos autos viejos, cochambrosos. Ya lo había advertido: los más temibles, los más temerarios, eran los choferes de carros malísimos, viejísimos, impresentables, unas latas viejas, roídas por la humedad, estragadas por el tiempo, que no valían ya nada, y quizás por eso sus conductores las guiaban como si fueran caballos chúcaros, desbocados.

Llegar de mi casa al canal me tomaba fácilmente cuarenta minutos cuando el programa se emitía a las diez de la noche, pero este año lo movieron de horario a las nueve de la noche, lo que me obligaba a salir de casa a las seis y media de la tarde, para llegar, con suerte, pasadas las siete y media, ya a oscuras, al canal, en un barrio en los quintos infiernos, en la periferia de los extramuros de los arrabales de Miami, un lugar desangelado, sórdido, ocupado por fábricas, almacenes, laboratorios y empresas de mudanzas. Manejar a esa hora, entre seis y ocho de la noche, me condenaba a meterme en el tráfico espeso, inescapable, tomase la ruta A, la ruta B, o la ruta C. La ruta A me confundía en el enervante caos vehicular, casi a paso de hombre, de las grandes autopistas obvias, la 836 y la 826, que por eso mismo procuraba eludir. Prefería la ruta B, que me llevaba por vías algo menos socorridas, aunque me exigía recorrer una calle, al pie de un río, que me parecía altamente peligrosa. Pero yo me jactaba de ser un gran piloto, un conductor rápido, listo, con reflejos, y estaba seguro de que no chocaría.

Dado que pasaba una hora al volante de camino al canal, y casi otra de regreso a casa, había comprado recientemente un auto muy potente, de ocho cilindros, bastante caro, de fabricación alemana, color negro con asientos negros, espectacular, dando de baja mi antiguo auto japonés, de apenas seis cilindros y ya con cincuenta mil millas y siete años de uso. Manejar el flamante auto alemán V8 era una delicia: tocaba el acelerador y saltaba como un leopardo, como una chita, dejando rezagados a los demás autos. No era que me gustase serpentear a alta velocidad, pero sí disfrutaba de su potencia, apenas el semáforo cambiaba a verde. Tanto me había enamorado del V8, que ya estaba pensando en comprarme un V12, y por eso el fin de semana mi esposa me acompañó a una tienda de autos alemanes, y vimos el V12 negro que me encantaba, y que costaba bastante más del auto que ya tenía. Al verlo, mi esposa me dijo:

-Por favor no lo compres. Te vas a matar.

-No te preocupes –le dije-. Soy un as del volante. Nunca choco.

-Nunca chocas porque tienes suerte –dijo ella.

-Te equivocas –le dije-. Nunca choco porque manejo bien.

Estaba realmente convencido de comprarme el V12. No había muchos modelos de autos grandes, cuatro puertas, con esa deliciosa potencia: sólo dos marcas alemanas, sin contar otras dos inglesas, más lujosas y señoriales.

Era un miércoles 7 de marzo, y el 7 era mi número de la suerte, cuando salí de casa a la hora de siempre. Tenía una hora para llegar al canal. Llegando, debía editar los videos de actualidad que comentaría en el monólogo. Enseguida, pasaría por maquillaje y luego entraría en el estudio para salir en vivo a las nueve en punto. Me ajusté el cinturón de seguridad, sintonicé radio Mitre de Buenos Aires para escuchar el programa de Jorge Fernández Díaz, una fiesta de la inteligencia, y tomé la ruta habitual. Todo iba bien: recorrí una autopista al norte, luego tomé una al oeste y me bajé a la altura de la calle peligrosa que corría al lado de un río angosto en el que acaso se agazapaban caimanes improbables de ojos naranjas. Aquella era la ruta peligrosa en la que había que abrirse paso con especial cuidado, la vida jaqueada entre camiones, motocicletas y autos deportivos con tubos de escape estruendosos. Es verdad que no iba despacio, pero tampoco demasiado rápido. El límite de velocidad era de cuarenta millas, y calculo que iba a cincuenta o cincuenta y cinco, como casi todos los demás. No era posible correr demasiado porque el tráfico era pesado, agobiante, dada la hora pico. Además, había muchos semáforos en esa calle, fácilmente quince o veinte antes de llegar al canal. Iba tranquilo, en el carril derecho, escuchando la radio, cuando de pronto algo me embistió violentamente por mi lado, por la puerta del conductor, tan rápido que no pude verlo ni esquivarlo, y el golpe fue tan poderoso que me sacó de la pista, me desvió a la acera y, sin darme tiempo de reaccionar, me llevó de bruces contra un poste de luz. Al chocar, se abrieron las bolsas de aire, muchas bolsas blancas, fácilmente cuatro. El cinturón y las bolsas, que me sujetaron con tanta fuerza que me dejaron moretones, amortiguaron el golpe y tal vez me salvaron la vida. Fue tan violento el impacto que quedé unos minutos aturdido, inconsciente. Cuando recuperé la lucidez, o por lo menos la consciencia de saber quién era y dónde estaba, el auto se había llenado de humo. Pensé que estaba incendiándose. No: el humo salía de las bolsas de aire. Me costó trabajo salir. Me puse de pie, mareado. Sentí que iba a desmayarme. Nadie se había detenido, nadie me auxilió o socorrió, el auto que me chocó se había dado a la fuga. No supe qué hacer. ¿Llamaba a la policía, llamaba a mi esposa, llamaba al canal para avisar que no saldría en vivo aquella noche? Miré el reloj: en una hora comenzaría el programa. No quise alarmar a mi esposa. Llamé al canal, pedí que vinieran a buscarme, estaba muy cerca, a cinco minutos en auto. Entretanto, llamé a la policía y reporté el incidente. Le dije que no sabía si me habían chocado accidental o deliberadamente. Pedí que lo investigaran. La policía tardó en llegar. Un amigo del canal llegó antes que los gendarmes y me rescató, llevándome enseguida al estudio. Me maquillaron y salí al aire. Aún temblaba por el trauma del accidente, me dolían la cabeza, el cuello y las rodillas.

Mi esposa no veía mi programa, no estaba viéndolo esa noche. Cuando la policía llegó al lugar del percance, no me encontró y se preocupó por mí, los agentes pensaron que algo malo podía haberme pasado, quizás me habían secuestrado, tal vez un buen samaritano me había llevado al hospital, no se les ocurrió que estaba ya en el canal, al aire, en vivo, tampoco tenían por qué saberlo. Por eso llamaron a la policía de la isla en que vivíamos y despacharon una patrulla a mi casa. Tocaron la puerta, mi esposa abrió, alarmada, el aliento suspendido, le dijeron que yo había sufrido un accidente, que habían encontrado mi auto chocado, pero que yo no estaba en el lugar del incidente. Ella puso la televisión y allí estaba yo. Me odió por no haberla llamado, me lo reprochó cuando llegué a casa, pasada la medianoche. Le dije que no la llamé para no alarmarla. No me creyó. Pensó que no la había llamado porque el as del volante tenía vergüenza de decirle que había chocado.

La compañía de seguros dictaminó que el auto quedó tan dañado que calificaba como pérdida total. Yo le tenía cariño a ese carro, me dolió verlo así, desfigurado, el motor hecho un acordeón. Pensé que era una metáfora de la vida misma: todo lo que era bello y esplendoroso terminaba estropeándose en apenas tres segundos, era inevitable, tarde o temprano tenía que ocurrir. Lo era con los autos y también con la vida, con la salud, con las mieles del éxito y la felicidad: todo iba tan bien, todo fluía tan deprisa y sin sobresaltos, nos sentíamos ganadores, gloriosos, inmortales, hasta que de pronto, de la nada, de una esquina en la penumbra, el azar nos asaltaba, nos tendía una emboscada y nos arruinaba la vida, tal como la conocíamos, para siempre. Vi la muerte de cerca, sentí la fugacidad y la fragilidad de la vida, pensé o recordé que había que capturar el momento, pues la vida era ahora, sólo ahora, este instante esquivo, inasible, el futuro era apenas una ficción, y por eso cuando llegué a casa, tras escuchar los reproches amorosos de mi esposa, le dije:

-Me voy a comprar el V12 de todas maneras.

-Eres terco como tu madre –me dijo ella.

-Sí, lo soy –admití-. Pero no quiero morirme sin sentir la potencia de seiscientos caballos de fuerza de un V12.

-Te vas morir en tu V12 como un idiota –sentenció ella.

Esa noche vino la muerte y me trató de tú. Yo le pedí que me tratase de usted. Y se fue, por el momento.

23 pensamientos acerca de “Vino la muerte y me trató de tú

  1. Juan Carlos

    Bueno mi estimado Jaime

    Tienes una nueva oportunidad, te sugiero reflexiones sobre tu «pericia al manejar» porque tienes a Zoe y a Silvia que no creo que ya quieras dejarlas ni huérfana ni viuda.

    No creo que valga la pena darse infulas por estas «pericias», solo piénsalo.
    Cuídate maestro!

    Responder
  2. Nori

    Saludos Jaime recien estoy en inicios de leer tus columnas y me divietto bastante. Estoy de acuerdo en q tu esposa te lleve al canal y te recoga es poco tiempo la espera. Y comprate tu V12

    Responder
  3. maria mercedes owen

    Me alegro de que hayas salido ileso. Mi hermano murio en un accidente de carro en Colombia y la pena fue profunda. No vale la pena arriesgarse por la adrenalina de la velocidad..Cuidate que haces falta!

    Responder
  4. kelly

    Hola Jaime,
    La muerte puede estar en cualquier momento ahí con tu auto o sin el pero comprarte un auto que es veloz te dará ganas de que le pises al pedal de velocidad y no olvides que tienes a tu esposa y a tus hijas que te adoran.
    Piensa un poquito en ellas como ellas lo hacen en tí.
    Besos y un abrazo.
    P:S : Te hubieses comprado un auto mas veloz si no hubieses tenido el accidente o hubieses mantenido el V8?

    Responder
  5. Marite

    Me encantan tus columnas, Jaime. Las leo siempre en Infobae. Son atrapantes, inteligentes y con un pequeño toque bizarro.
    Un abrazo grande de una argentina viviendo en Alemania.
    Marite

    Responder
  6. Eugenia

    Excelente relato, como siempre. Creo que por alguna razón (inconsciente quizás) me niego a aprender a manejar. Lo releeré y voy a repensarlo.

    Por cierto, la página principal dice «Entradas *antigüas», quiero creer que se les pasó por alto. Saludos y gracias.

    Responder
  7. LUIGYSAN1

    He leído y aprendido tanto de ti, querido Jaime gracias a Dios y las oraciones de Maria Elvira Salazar que solo fue el susto, hay gustos que uno puede darse en la vida claro que si, para eso trabajamos muy duro, compra ese auto y deja que tú amada esposa lo maneje así fresquecito, nuevito, saliendo de la agencia ella sabrá y se conectará con lo que sientes,, además son autos muy seguros, ,,,,lo de las oraciones no son un chiste,,,,, aunque así parezca, hay mucha gente pidiendo a DIOS por ti, soy uno de ellos ye te aseguro que miles de Venezolanos son los primeros en hacerlo ,,,,,gracias por lo bien informados que nos tienes Jaime

    Responder
  8. Rocio Cruz Fritsch

    Deja el orgullo y seguro la coquetería de querer manejar solo cuando vas al canal, y permite que sea tu esposa quién lo haga. Tienes demasiadas cosas en que pensar antes y quizás un minuto de distracción te cueste la vida. No imagino a Zoe sin ti, se moriría de pena. Cuida tu vida hermosa Jaime y en el V12 de todas maneras, hay inversiones que valen la pena

    Responder
  9. Ana aquilino

    Jaime ,me alegro que este bien y cuidese con las cosas que ud denuncia todaa las noches hay que cuidarse sobretodo de los matones cubano – venezolanos no hay que obviar minguna hipotesis asi que atencion no queremos que se tutee con esa señora

    Responder
  10. Diana Carolina

    «Esa noche vino la muerte y me trató de tú. Yo le pedí que me tratase de usted. Y se fue, por el momento.» Esta claro que de sobra sabes, que sólo es «por el momento», si uno puede darse cuenta a tiempo la delicada seda con la que está confeccionada la vida, sería más que necio seguir retando el Azahar.

    Responder
  11. Zeida

    Jaime, gracias a Dios no te paso nada. La vida demuestra siempre que puede cambiar todo en un segundo. Soy contenta por ti, y entiendo el gran susto de Silvia , por experiencia propia.
    Lo bueno es que tú tienes 9 vidas como los gatos, te restan 8, por favor no desperdiciarlas.
    Un abrazo.

    Responder
  12. Haydeecita

    Soy una gran fanática tuya, pero esta vez, tengo que darle la razón a tu esposa, seria conveniente que ella te llevara y recogiera al canal, pues no quiero que te hagas daño, un abrazo, feliz de que solo fue el susto.

    Responder
  13. Diego B

    Excelente: «todo lo que era bello y esplendoroso terminaba estropeándose en apenas tres segundos, era inevitable, tarde o temprano tenía que ocurrir. Lo era con los autos y también con la vida, con la salud, con las mieles del éxito y la felicidad».

    Responder

comentarios

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *