El escritor Jimmy Barclays entró con aire ceremonioso, a paso lento, dándose ínfulas de gran escritor, en una librería deslumbrante y majestuosa de Buenos Aires, una de las librerías más bellas del mundo, un antiguo teatro convertido en librería. Luego hizo discretamente lo que solía hacer en una librería: espiar si tenían sus libros, o al menos su título más reciente. Como no los encontraba, pidió ayuda a una asistenta. Era una mujer de mediana estatura, pelo marrón, ojos almendrados y mirada risueña. Parecía feliz, livianamente feliz. Daba la impresión de que estaba contenta de encontrarse en ese lugar, haciendo ese trabajo, en aquella librería tan linda. Era guapa, despreocupadamente guapa, como si no le importara o no fuera consciente de ello. Estaba vestida con una blusa celeste y unos pantalones negros. Un prendedor metálico anunciaba su nombre. Se llamaba Andrea.

Andrea reconoció enseguida a Barclays. Le dijo que había leído todos sus libros, que le encantaban sus libros. A continuación, lo llevó al estante donde se exhibían, destacados, en los anaqueles de literatura latinoamericana, los libros de Barclays: tres novelas editadas por Seix Barral y tres por Anagrama. Barclays se sorprendió de que tuvieran todos sus libros. Andrea le dijo que ella los recomendaba siempre: cuando algún visitante de la librería le preguntaba qué debía leer, ella no dudaba en sugerir los libros de Barclays. Fue así como Andrea Esteves y Jimmy Barclays se hicieron amigos. Ella era su lectora y admiradora. Él se sentía halagado por eso, o al menos leído. Nada hacía presagiar que años después serían enemigos irreconciliables. Ninguno sospechaba que acabaría acusando al otro de traidor a la amistad que los unió.

Andrea trabajaba como librera y disfrutaba de ese trabajo, pero soñaba con ser una escritora. Era hija única. Su padre, un matemático brillante, había muerto de un infarto, dando clases, cuando ella era una niña. Su madre, lectora insaciable, sufría de artritis y vivía tendida en una cama. Andrea y su madre vivían en una casa de dos pisos, en un barrio de clase media, con una perrita llamada Federica. La casa había sido comprada por el padre matemático y estaba llena de libros por todas partes: Andrea leía muchísimo, todavía más que su madre, quien tenía la curiosa costumbre de arrancar cada página que leía y arrojarla veleidosamente al pie de su cama, de modo que, concluida la lectura de un libro, su cama parecía flotar o elevarse sobre una nube de papeles impresos. Ella era española, asturiana, y se imaginaba muriendo en la tierra lejana donde había nacido. Andrea sabía que su madre no estaba ya en condiciones de subir a un avión, pero no se lo decía. La perrita se ocupaba de darles unas reservas de amor inagotables a esas dos mujeres ermitañas, de penetrante inteligencia y aire melancólico.

Por razones de trabajo, Barclays visitaba Buenos Aires todos los meses. Era dueño de un departamento en un barrio al norte de la ciudad, frente a un club de rugby. Allí vivía un amigo suyo, un joven que también soñaba con ser escritor. Eran principalmente amigos y raramente amantes, marginalmente amantes. No los unía la pasión quemante del erotismo, sino el culto tranquilo a la amistad. Barclays no le había contado que tenía una amiga librera en esa ciudad. Era un mentiroso consumado. Tenía un talento natural para urdir embustes persuasivos. Pasaba una semana en su departamento con su amigo-amante, le decía que debía marcharse en un vuelo de madrugada, salía sigilosamente mientras él dormía y, todavía de noche, antes del amanecer, llegaba a casa de Andrea, procuraba no hacer ruido, era recibido con ladridos eufóricos por la perrita y se metía en la cama de su amiga-amante, la librera que soñaba con ser escritora. Los días que pasaba con ella tenían entonces la textura deliciosa de ser clandestinos. Nadie debía saber que se encontraba escondido en aquella casa recoleta. Pasaba unos días furtivos, sosegados, con Andrea, la madre de Andrea y la perrita Federica. Era feliz con ellas. Andrea se levantaba temprano y tomaba un taxi a la librería. Su madre y Barclays dormían toda la mañana. Luego él salía a la panadería a hacer las compras del día y se sentía un fugitivo viviendo a salto de mata, temeroso de sus otras familias: la que tenía en Miami, la ciudad donde pasaba más tiempo y lo esperaba su novia, y la que tenía en Lima, donde vivían su exesposa y sus hijas mayores. Barclays era entonces una suma de individuos que cohabitaban gozosamente y sin reñir en su personalidad múltiple, camaleónica: hacía el amor con su novia, con su exesposa, con su amigo-amante argentino y con su amiga-amante argentina, y sentía que a todas esas personas las amaba sin duda alguna. Pero nadie, en esa extraña reunión de pasiones y recelos, sabía de la existencia de Andrea Esteves: ni la novia, ni la exesposa, ni el amigo-amante. Andrea era el secreto mejor guardado de Barclays y quizás su amante más rendida.

Barclays se sintió sorprendido una madrugada, al llegar a casa de Andrea, cuando ella se desnudó y le mostró su espalda: se había hecho un tatuaje breve y lacónico que decía J. En lugar de tomarlo como un halago, Barclays se preocupó, o se asustó, y le dijo que no debió hacerse ese tatuaje, que tarde o temprano habría de arrepentirse. Pero ella no le hizo caso. Yo nunca me haría un tatuaje, dijo él. J no sos necesariamente vos, bromeó ella. Hicieron el amor. Barclays sintió una desusada gratificación mirando la letra J en la espalda de su amante. La he conquistado, pensó. He colonizado ese territorio, se dijo. Esa espalda es ahora parte de mi imperio, pensó. Y enseguida se entregó a la ensoñación o al desvarío de que todas sus amantes se tatuarían la letra J en la espalda.

Tiempo después, Andrea y Barclays fundaron una editorial llamada Perfil Bajo. Ella hizo todo el trabajo, sorteó los odiosos trámites burocráticos, él puso el dinero. Eran dueños a partes iguales. Acordaron que solo publicarían libros que les gustasen a los dos: si uno expresaba su disgusto, o sus dudas, bastaría para vetar la impresión. Si la aventura dejaba ganancias, las repartirían a partes iguales. Si dejaba pérdidas, las asumiría él. Publicaban un libro cada tres meses. Andrea tenía un ojo refinado para cazar nuevos talentos. No fallaba. Traía manuscritos de indudable valor que Barclays aprobaba con entusiasmo. Todo marchaba viento en popa. Los libros de Perfil Bajo se exhibían muy bien en la librería donde ella trabajaba. Por supuesto, Andrea los recomendaba. Ya no recomendaba los de Barclays, o no tanto: ahora, extranjera a toda duda, sugería los de su editorial. Barclays la animaba a escribir, pero ella no encontraba tiempo: sus afanes como librera y editora la dejaban extenuada.

Hasta que el amigo-amante terminó de escribir una novela. Ese fue el origen de la guerra que acabó por destruirlo todo. Era un libro triste y desgarrado, evocando a su hermana, que había muerto de cáncer a una edad temprana, veintiocho años. Barclays había conocido a esa joven, le había prometido antes de que muriera que cuidaría siempre a su hermano. La novela le pareció tremenda, traspasada de dolor. Siendo, además, de su amigo-amante, no dudó en recomendársela a Andrea y pedirle que la publicase sin demora. Andrea sabía bien quién era el amigo-amante, pero este no sabía que Barclays era amigo-amante de Andrea y dueño de Perfil Bajo. Taimado, Barclays le dijo a su amigo-amante que mandaría el manuscrito a esa editorial porque allí publicaban a autores jóvenes, debutantes. No le dijo todo lo demás, prefirió ocultárselo, soslayarlo. Estaba seguro de que Andrea aprobaría la publicación de la novela.

Sospechosamente, Andrea, que devoraba libros en dos o tres días, demoró semanas en dar una respuesta. Ella le había propuesto a Barclays un libro de un escritor joven, feroz, autodestructivo, por el que tenía particular estima, tanta estima que Barclays maliciaba que tal vez se acostaban juntos, pues el muchacho, drogadicto sin culpa, narrador procaz, era de una belleza mórbida, irresistible. Barclays no había vacilado en aprobar ese manuscrito, le parecía estupendo, quizás mejor que el de su amigo-amante. Como Andrea no se pronunciaba, Barclays le pidió su opinión. Ella fue fulminante:

-El libro de tu amigo es malísimo. No podemos publicarlo.

Indignado, Barclays le dijo que el libro no era malo, que tenía pasajes conmovedores.

-No es conmovedor -le escribió ella-. Es cursi. Es de una cursilería insufrible.

Barclays se sintió ofendido. Le dijo a Andrea que el libro debía ser publicado, aun si a ella no le gustaba.

-Es el libro de mi novio -alegó-. No es el libro de un desconocido.

-No sabía que tenías novio -ironizó ella-. Pensé que era tu amigo. Y el libro es una mierda. No saldrá. Que lo mande a otra editorial.

Barclays perdió las buenas maneras y le escribió un correo insidioso:

-No seas necia. Si yo pongo el dinero, yo decido qué sale o qué no sale.

-No fue nuestro acuerdo -objetó ella-. Acordamos que, si yo vetaba el libro, no salía.

-¡Pero es el libro de mi novio!

-¡Sí, pero es un libro de mierda!

Barclays quedó derrotado. El libro no salió. Su amigo-amante nunca se enteró de esas intrigas, solo supo que la respuesta de Perfil Bajo había sido negativa. Lo tomó con humildad, acudió a otras editoriales, una de las cuales se animó a publicarlo. Herido en su orgullo, Barclays siguió financiando la operación de la editorial, pero dejó de visitar a Andrea. Ya no pasaba días en casa de ella, no la visitaba en la librería. Tiempo después, traspasó la editorial a ella y le dijo que se retiraba del negocio. Ella le mandó un escueto correo electrónico que decía:

-Sos un traidor. Sos un negro culosucio.

Nunca le habían dicho negro culosucio a Jimmy Barclays. Le habían dicho traidor, pero no negro, no culosucio, no negro culosucio. Ambas palabras, atadas la una a la otra, de una sonoridad callejera, le parecieron geniales. Aunque lo habían insultado, disfrutó del insulto, le pareció un agravio fantástico, literario, musical. Pensó: podría ser el título de una novela mía, o de un cuento. Pensó: ¿será que Andrea me ve como un negro culosucio porque soy peruano, o porque soy desaseado, o porque me encuentra ordinario?

Jimmy Barclays no ha vuelto a ver a Andrea Esteves. Han pasado ya diez años. Ella ha tenido éxito como editora de Perfil Bajo, ahora publica un título cada mes. También ha tenido éxito como escritora, publicó una novela maravillosa sobre su familia. Barclays se pregunta si la letra J seguirá tatuada en su espalda. Extrañamente, siempre que se limpia el trasero, se acuerda de Andrea Esteves.

17 pensamientos acerca de “La letra J en su espalda

  1. Jhojan RM

    Increíble Jaime! No soy una persona que le fuste leer mucho y no he atrevía hasta ahora leer una de tus obras o columnas hasta que me animé a leer ésta escogiendo la aleatoreamente la cual … me ha gustado y me siento pasmado y alegre por leer, hace mucho que no sentía esto por leer algo tan agradable y divertido. Grande jaime, saludos desde Lima.

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  2. Jose Figueroa

    Que grande que sos Jaime, disfruto cada semana tus columnas. Vivo en Tampa, FL y al igual que tu escucho Radio Mitre todos los dias desde hace muchos anios, pues me brinda lindos recuerdos de mis visitas en viajes de negocios a la Argentina de la cual me declare hijo adoptivo hace mucho tiempo.
    Por cierto las propagandas mayameras que pasan en tu programa de TV son terribles!! jajaja
    Abrazo fuerte Jaime!

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  3. Orlando

    Tres libros desarrolló Bayly en torno a esta historia: La trilogía «Moriràs Mañana», «El misterio de Alma Rossi» y «Escupirán sobre mi tumba». Si disfrutan de la novela policial oscura, no deben perdérsela.

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  4. Gines Flowers

    Jajajajjaja, sea «J» estara en la espalda de Andrea siempre, ahhhh pero el dia que te limpies el culo y no la recuerde, ese dia ya lo habrà removido.
    Jjjjjjj, extraño or al programa, cuando regrese lo primero que harè es ir a verte.
    Te quiero niño grande ❣

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comentarios

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